Por: Prof. Dr. Carlos Eduardo Daly Gimón
Probalemente hasta ahora no se conocía una crisis económica como la que ahora sacude al mundo entero. Ciertamente, en la década de los noventa se verificaron importantes desajustes en determinados países, o, digámoslo así, en ciertas regiones del globo terráqueo.
Hablamos del Efecto Tequila, entendido como el inicial derrumbe del peso mexicano y sus consecuencias sobre el entorno macroeconómico del país azteca y que finalmente surtirá importantes consecuencias sobre América Latina.
El Efecto Vodka, fruto del desmebramiento de la antigua Unión Soviética, sacude las economías socialitas que se enrumban, en su gran mayoría hacia el capitalismo occidental.
El Efecto Samba o incluso el derrumbe de las bases económicas del éxito de los países del sudeste asiático.
Todas ellas tienen tres factores que hoy en día no se presentan con igual entidad.
Primero, la importancia de las políticas monetarias en los desequilibrios sobrevenidos. Segundo, la incidencia casi inmediata sobre las corrientes de bienes y servicios entre los diferentes países con los que negocian las economías en crisis. Y, tercero, su relativa incidencia sobre los aspectos productivos internos.
Ahora no, la crisis mundial, al menos hasta lo que ahora conocemos, tiene su base en el sistema financiero de Estados Unidos y su repercusión al resto del mundo de manera sorprendentemente rápida y profunda.
No queremos decir con ello que los errores de la política económica norteamericana sean los culpables de la crisis mundial, sino más bien que el diseño de la economía global es de tal envergadura que los errores internos ya no se pueden gestionar al interior del aparato económico nacional exclusivamente sino que ellos se trasladan vertiginosamente a través de diversas vías a la estructura económica internaqcional. Esto es un aspecto realmente novedoso.
Por otra parte, las crisis de los noventa y probablemente las de años anteriores, fueron de corta duración, o para decirlo de otra manera, las medidas anti-crisis tuvieron un efecto inmediato y lograron detener los desórdenes macroeconómicos a tiempo.
En todo caso, y es lo que nos interesa resaltar, las políticas públicas de hoy en día no lograron anticipar los pronósticos que se anunciaban a diestra y siniestra y mantuvieron sus estrategias tal cual, sin adoptar decisiones enérgicas para detener la crisis financiera.
Tampoco se plantearon, seriamente, estrategias conjuntas, al menos a principios de la crisis, para encontrar alternativas a las decisiones de los gobiernos nacionales en el plano del comercio y de las inversiones.
Desde luego, a muchos sorprendió que la crisis se tradujera de manera tan intensa en aspectos económicos esenciales como el desempleo, la caída del PIB, el descenso del consumo o la baja de sectores claves de las economías.
Es por ello que a pesar de las manifiestas intenciones de combatir en forma coordinada los problemas suscitados por la crisis mundial, los gobiernos asignan una desigual importancia a la hora de aportar soluciones o iniciativas para intentar salir del desorden económico internacional.
Así vemos países apuntando a rescatar al sector empresarial en su conjunto, y particularmente su comercio exterior como Alemania, u otros que hacen ingentes esfuerzos para siquiera detener la caída del desempleo y dar tiempo para un 2010 lleno de promesas en cuanto a la reducción de ese flagelo que es el paro, como es el caso de España.
En cualquier caso y dada la manifiesta e intensa intervención del Estado como agente determinante para rescatar a las economías de la crisis mundial, ya preocupa a todos los niveles de endeudamiento a los cuales se ha tenido que recurrir para financiar los programas de asistencia y apoyo para salir de la crisis. Incluso, se anticipa la posibilidad de dejar correr un poco la inflación hacia el alza de manera de disminuir en términos monetarios los montos relativos a los compromisos públicos contraídos.
Más allá de los resultados que puedan alcanzarse, quedan claro dos cosas.
Uno, que debe darse un replanteamiento de los patrones de crecimiento de la economía mundial. Resulta más que evidente que el modelo de crecimiento económico perdió sustentabilidad, y que más temprano que tarde es necesario proceder a cambiar el rumbo hasta ahora adoptado y revisar las pautas de consumo energético, la normatividad internacional, la arquitectura financiera internacional y otros factores, sin hablar, desde luego, del cambio climático tan en boga últimamente.
Dos, el papel del Estado en la economía debe revisarse pues no nos queda la menor duda de que a los grados tan exacerbados de competitividad presentes en el mercado se antepone un Estado que deja mucho que desear en cuanto a sus grados de eficiencia en su desempeño. Pero además, el Estado del mañana tiene que ser no solamente más eficaz sino que debe alimentarse de un profundo sentido de la equidad.
Quizá la crisis económica mundial nos ayude en la conformación de un Estado más comunitario, de mayor liderazgo y, sobre todo, responsable.
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